14 de febrero de 2006

Nuevas historias de Castilla la Vieja (y III)


Con el lunes madrileño se despertaron las sirenas y los atascos de la gran ciudad. Caminamos Cea Bermúdez abajo hasta la Fundación Jimenez Díaz. Rodeamos el Museo de América, levantamos nuestra mirada ante el inmenso Faro Moncloa, y nos escondimos entre las carpetas estudiantiles de Ciudad Universitaria. Durante mis cinco años en Madrid nunca ví un sol tan maravilloso como el de la Avenida Complutense por las mañanas, en la fresca. A la clínica donde yo trabajaba venía una mujer brasileña: Berta Silche (de la que ya cogí el nombre para varios relatos). Silche solía decirme que cuando pasaba en coche junto a la parada de metro de Ciudad Universitaria tenía la tentación de dejarlo todo, bajarse del coche, y buscar entre los árboles pérdidos de la zona a un antiguo novio de la facultad. «Era muy guapo» me decía mientras comía un poco de pan –siempre comía pan–. No digo que a nosotros nos pasara lo mismo. Pero sí que se intuía en nuestros ademanes una nostalgia sutil, casi diáfana. Nostalgia, morriña o señalda. ¡Vete tú a saber lo que sentí yo al hablar con Pinar y Elena, al ver a los mismos camareros en la cafetería, al recorrer los suelos llenos de papeles de periódicos (caprichoso destino), al confirmar que el mundo cambia en mi ausencia (Como había cambiado todo cuando dejé Madrid y volví) al darme cuenta también que siempre hay algo que permanece, aunque sea un simple rayo de sol mañanero.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bendita nostalgia que nos confirma los buenos momentos vividos. Seguro que dentro de unos años tendremos nostalgia de estos tiempos de ahora y los recordaremos como los vivimos o tal vez como los quisimos vivir.