29 de abril de 2010

Somos leyenda



Somos leyenda. Las generaciones que ahora rondamos la treintena somos leyenda. Ésta es la frase que me repito, cual mantra, todos los días cuando me enfrento a la vida moderna. Nosotros estamos en medio de una brecha humana que algún día se estudiará en las Universidades americanas y puede que incluso en algunas de los países nórdicos. Los "más o menos" treintañeros tenemos, por delante, a "nuestros mayores". A ellos, las nuevas tecnologías, los taitantos canales de televisión digital terrestre, los "esemeses" y demás virtualidades les han cogido así un poco como de sorpresa, y les han obligado a ponerse las baterías de litio a punto para no quedarse con cara de Robert de Niro o, lo que es lo mismo, con cara de tener una úlcera gastroduodenal.
Por el otro lado, y puchando, tenemos a la muchachada adolescente que ha nacido con un i-pan debajo del brazo y que ya vienen, de serie, con su disco duro interno cargado de maneras y modos de utilizar cualquier aparato y/o herramienta web que se les ponga por delante. Al menos eso parece, aunque también os digo que la que quedo con cara de Robert De Niro soy yo cuando interacciono con alguno de ellos. Les oigo hablar y tengo miedo; leo sus mensajes, no los entiendo y tengo miedo (porque ya me diréis lo que significa esto: "kba tia, oi n tub na en ksa yege als nef). Finalmente, pienso: "Estos me tienen que pagar a mi la jubilación" y tengo miedo, pero tampoco me obsesiono, que se busquen la vida en el futuro. Pobres. Dan penica porque se han perdido muchas cosas. "Nací en 1996", me dice uno el otro día, y yo grité para mis adentros "¿en mil novecientos noventa y qué?". Y acto seguido le empecé a contar lo felices que fuimos en éste su país con los Juegos Olímpicos de Barcelona; que, por aquel entonces, el mando a distancia era el hermano pequeño de la familia al que mandabas levantarse para ver si, por un azar del destino, había algo entretenido en La 2; y que lo más revolucionario que te podían regalar era un walkman Casio que, a día de hoy, sería considerado armamento pesado y peligroso en cualquier instituto de enseñanza.
Terminé mi discurso con un suspiro y con la mirada melancólica en lontananza. Él puso cara de estar pensando: ¡Y qué yo tenga que pagarle la jubilación a esta!.