10 de julio de 2012

Relatos mineros

                                  No debería haber teléfonos en el hogar de un mineru

Marisa no tuvo que levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del hilo telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime estaba en el pozu... pero lo levantó. —Marisa, oye mira que soy Serafín, ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes sola, ye que mira... Marisa oye dime algo... Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el timbre. Eran las vecinas. Ellas tampoco dijeron nada. 

                                                                      "El Daglas"

Sufría por verle desnudo, cubierto de una pátina de carbón, mientras el resto de compañeros hacía bromas en las duchas. Quería besarle y limpiarle, con delicadeza, la línea negra que le quedaba en los ojos porque nunca tenía tiempo para pararse a quitarla. Ernesto, que iba para cura, dejó el seminario y entró en la mina para estar al lado de Joaquín, que era también "El Paletu" por parte de madre y "El Daglas" por su parecido con el actor. Y así estuvo, cinco, diez, quince años…Fue el padrino de su boda, aguantó estoicamente la temporada que al otro le dio por ir de burdeles. "Ernestín, cagondiós, ven conmigo, que no se entera nadie"; y lo abrazó fuerte la tarde que, en el embarque, les sorprendió una ración de grisú que casi no cuentan. "¿Qué se te perdió a ti en Alemania, Ernestín, no me jodas?", le replicó pocas horas después en la barra de Casa Miguelo. "En Alemania nada, pero como siga aquí mirándote a los ojos acabaré perdiendo la cabeza", pensó mientras bebía la última caciplá a su lado. No hubo más palabras. Un billete de autobús le dejó en la Zentraler Omnibusbahnhof. Lo primero que vió fue el cartel del último estreno cinematográfico: "There was a Crooked Man…", protagonizado por Henry Fonda y Kirk Douglas.

                                                      Cuatro miradas para Encarnita


Una) Encarnita tenía el pelo lacio y rubio, casi blanco. Algunos de los mineros que paraban en el bar de su padre la llamaban «La Rusa», otros, como Juan Piñeiro, llegado de Cangas do Morrazo el pasado mes de febrero, apenas le decían un «hola» entre suspiros de amor. Encarnita era alta, y tan guapa, que parecía una actriz de cine, de esas que el joven Piñeiro y los demás soñaban cada domingo antes de volver a la pensión. Nunca tuvo novio, ni se le conoció pretendiente alguno. Aunque en el pueblo se hablaba de que cada noche, como en una letanía de suspiros, un hombre moreno y efímero se acercaba a su balcón para recitarle un verso. Solo uno. Encarnita tuvo que esperar a la primavera, y a una tarde de romería en el pueblo, para contemplar los ojos negros que desde tiempo llevaban rogándola. Ésa misma noche, el gallego Juan le pidió «un culete», dejando de lado la afición al vino blanco que le caracterizaba desde que había dejado el mar.

(Dos) Cosme era el padre de Encarnita. Ella había heredado de él la prestancia, y ese donaire escrupuloso que tienen los taberneros. Nunca había tenido problemas, en lo que se refiere a su hija, con los hombres, todos ellos mineros, que se acercaban por el bar después de dejar el tajo. Pero aquella tarde que vió al gallego meloso, capataz «sabe dios por qué», mirar con deseo a su Encarna y pedirle un culete de sidra, sintió que sus piernas muertas –en un accidente de mina años atrás– volvían a la vida para darle su merecido al rufián. Cosme se acercó, como pudo, a la barra, exhaló un «mecagonros» y dejó pasar la vida.

(Tres) Julián conocía a Encarnita desde los tiempos del catecismo. Nunca se había atrevido a mirarla a la cara, ni siquiera, a decirle lo mismo que, botella en mano, aventuraba cada noche después de tres copas junto al balcón de su amada. La tarde de primavera en que, decidido, cogió la sartén por el mango y acudió al chigre dispuesto a cantarle al amor, se encontró con un gallego alto, desgarbado y capataz que levantaba la mano con aire complaciente y pedía un culete.

(Cuatro) Juan Piñeiro, nacido en Cangas do Morrazo, huérfano de un padre «que se lo llevó la mar», decidió marchar de su pueblo la misma tarde que su madre le dijo que tenía que embarcarse rumbo al Gran Sol. Cogió el atillo que le habían preparado, encaró el puerto y tomó el rumbo contrario, tierra adentro. Primero andando, después en tren, más tarde en un coche de caballos. Recorrió ¡quién sabe cuantas leguas! y finalmente paró. Ofreció su título de maestría a quién lo quisiera coger y cuando se dió cuenta estaba bajo el suelo, el mismo que sus ancestros apenas habían pisado. Desde hacía meses, trabajaba de jefe de una cuadrilla y vivía atento a las miradas de una chigrera rubia que le atendía más bien poco y le servía el vino blanco algunos días con gloria, los más con pena. Una tarde de primavera, harto ya de estar harto, dejó de lado su pinta y alzó la mano. «Un culete», sentenció. Y con el vaso que le tendía una mano llegó la hermosura, y una sonrisa, y un te quiero tras la tapia del cementerio y un «Señor Cosme, quiero casarme con ella», y otro «mecagonros», y después dos gemelos, de nombre Cosme y Jacinto, y más tarde el mar. Y siempre el Gran Sol, tras la melena lacia y rubia de una mujer que muchos llamaban «La Rusa».

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