30 de enero de 2013

No es Alepo

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Con mi mano izquierda aparté el toldo blanco que los arqueólogos usaban como puerta de la pequeña carpa que habían montado para exhumar, en silencio y sin la incesante lluvia sobre sus cabezas, los cadáveres de la fosa común de Cabacheros (Aller). Llevaba varios meses escribiendo sobre esos cuerpos huesudos, hablando con familiares de desaparecidos, con expertos, con políticos, con policías, con más familiares... pero nunca había podido ver de cerca los restos de los verdaderos (y trágicos) protagonistas de la historia de este enterramiento pegado (casi debajo) de la carretera del Puerto de San Isidro. Una fosa en la que empezaron buscando los restos de "nueve represaliados" y donde acabaron encontrando un número indeterminado de cuerpos que superó, con mucho, la treintena.
El día que el arqueólogo jefe me dejó entrar en la pequeña carpa era del mes noviembre y hacía mucho frío. Los trabajos estaban a punto de ser suspendidos porque, en cualquier momento, llegaban las nieves y se haría imposible seguir la labor: "Pasa, pero ten cuidado". Di dos pasos decididos dentro del minúsculo recinto para quedar parada frente a un agujero que, como las trincheras de las guerras, se alargaba a mis pies a setenta centímetros de profundidad. Dentro de la franja de tierra trabajaban varios jóvenes con cincel y brocha. Lo hacían despacio, sabiendo que después de setenta años allí aquellos hombres y mujeres (y menores de edad) no tenían prisa ninguna por salir. Trabajaban despacio pero a un ritmo constante, como el de las agujas del reloj, porque también sabían que los que no podían esperar mucho más eran algunos de los que estaban fuera aguardando el resultado. Y se oían, desde dentro, frases sueltas: "Tengo cerca de noventa años. Antes de morir necesito saber si alguno de ellos es mi hermano".
Así que allí estaba yo. Creyéndome curtida en fosas comúnes y sin poder separar la vista de los cuerpos apilados, de los craneos, de los húmeros, de las tibias, de las manos, eran decenas... "Mira, esto es una cuña de una madreña, y también hemos encontrados botones, y hebillas de cinturón y hasta una cuchara. El que la tenía en el bolsillo creyó que la iba a necesitar en la cárcel pero no...", me dice uno de los chavales. Y sigo observando incrédula. No es Ruanda, no son los Balcanes, no es Ciudad Juárez, no es Alepo. Es Felechosa, es la carretera por la que, en los días de invierno desde hace décadas, circulan miles de esquiadores camino de San Isidro. Es aquí al lado nuestro y esos huesos embarrados y amontonados pertenecen a personas que fueron consideradas "basura" durante más de setenta años (cuarenta de dictadura y treinta de democracia). Porque en ese tiempo nadie quiso, o nadie pudo, devolverles la dignidad y sacarlos de una cuneta. Hasta ahora. La Asociación de Memoria Histórica de Aller dará sepultura a los cuerpos de Cabacheros el día 2 de febrero en el cementerio de Moreda.
No debería ser (aunque lo sea) una cuestión de ideario político. Cae de cajón. A ningún ser humano se le puede negar el respeto por tanto tiempo. No es política. Es dignidad.

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